6.2.05

Una lluvia y dos atados de cigarrillos después.
Ya no me fiaré de este reloj. Bribón. En fin, no es solo el reloj, son los números. 0,0117. Todos números insignificantes, algunos más que otros: 0,0086. Otros, más repetidos 0,0239. Así por cinco mil, por cinco millones de En fines. Todo se hace números en la vida. Y estoy yendo más allá del primitivismo de matrix y su código binario. Más números y todo es así hasta que miro mi muñeca. Mi muñeca con bronceado parejo, sin pálidas pieles con forma de pulsera. Con la piel curtida, adaptada a archivadores y a soles calientes y húmedos.
Mi oficina y archivador era la más fea de toda la compañía. Lejos. No había nada ni parecido. Los bidones vacíos me quedaban bien para descansar los pieses. Pero las cajas desarmadas apiladas entre los archivadores, con la inestabilidad propia de los cartones, que se secan y, que si no se caen de canto, no pegan. Un día, como cualquier otro, caminaba por mi pequeña y fea oficina, dando pasos cortos, porque, si bien no es tan chica, está repleta de cosas, se me cayó un cartón de canto en la espalda y quedé desmayado algunas horas, aunque el desmayo ocurrió en otro lugar y creo que al día siguiente. En fin, pero no puedo caminar mucho porque hay hasta un bolso enorme de una minita que se mueve el señor Santos Godino. O debería moverse, un bolso de ese tamaño no es para menos. Una guillotina, en la que solo entran las cabezas de los insectos y es casi inservible, porque los insectos se hacen invisibles cuando está prendido el aire acondicionado. Tampoco era mi oficina, ya que la tenía que desocupar cuando el señor gonzales necesitaba hacer algún negocio turbio. Ahora no es más mi oficina y gonzales hace todos los negocios turbios que quiere. Ahora estoy en otra oficina, menos fea, porque no tiene nada que la haga linda. Hay en una pared un papel muy chiquito, que de lejos parecía un dibujo, pero después me acerqué y resultó ser una cuenta.