24.2.05

Eran las tres de la tarde un jueves lluvioso. La tarde estaba fresca y nosotros estábamos sentados en sillas en círculo en una casa abandonada. Todos éramos hombres, estábamos aburridos. Había falopa y vino barato, había también algunas armas y mucho tedio. Estábamos en un pequeño pueblo, cerca de las vías del tren. Había varias personas, pero me detendré en una, de la cual aún, hoy y acá tengo, miedo de hablar. El Luna, el más pesado de los pesados, tenía una media luna tatuada en el cuello. Fue él quien propuso jugar a la ruleta rusa, nadie se opuso, claro. Éramos todos hombres como bien había dicho. Una sola bala en un tambor de seis. El tambor gira y el arma comienza a rodar. Tac, el primer ruido fue seco. Paso al segundo y otro tac. Viene el tercero y otro tac. El cuarto es el Luna, pone el arma en su boca, gatilla y pum. El cuerpo se mantuvo sentado un segundo o dos después del disparo, después se cayó para atrás.

Todos nos levantamos, nos miramos casi sin hablar. Sabíamos que eso iba a pasar, pero nunca se nos había ocurrido pensar qué haríamos. El Luna diría. Pero el Luna no podía decir nada, estaba muerto. Dejamos todo y nos fuimos, cada cual para su lado.