6.4.05

Semana de abstemia. No puedo decir que no esté tomando alcohol, lo que puedo asegurar es que firmemente decidí dejar de tomar alcohol. Que no es lo mismo. Si tomo es contra mi voluntad y son las circunstancias, las perversas circunstancias, que me instan a embeberme en burbujas y fenoles. Gente que viene, gente que vendrá. La previsión y mi anfitrionismo (parco, pero amable) me hacen proveerme de botellas. Para no morir de sed alguna noche en que se corte el agua en todo el edificio y para ser un buen anfitrión. La presentación es todo. Recibir a alguien con la chimenea encendida, los leños crujiendo, las estrellas de las chispas chocando con la malla protectora de la chimenea (que venía con un atizador, una tenaza, una pinza y un fuelle (sopla sopla)). La alfombra blanca de pelos largos no corre riesgos, está segura y es cariñosa acariciando los tobillos de quienes la masajeen con los pies desnudos. Mas acá, un sillón cubierto por tapices incáicos y mantas de Mandrás. Sobre la mesa un mantel blanco, impoluto, sobre él solo una impureza (pero de tanta pureza), es el pétalo de una rosa roja que cayo volando desde un florero discreto, pero adornado con todas las flores de la estación. Por allí cerca dos copas de cristal, altas y guatonas, las propias del cabenet. Junto a ellas, una botella de un cabernet cafayateño, ya descorchada, oreándose, absorbiendo del aire ese olor dulzón que desprender los quebrachos al arder. Qué buen recibimiento. Bueno, como en mi casa no tengo chimenea, ni alfombra, ni sillones, ni mantel blanco, ni copas altas y de cristal, tengo que tener un cabernet siempre listo para ser descorchado, porque sé que más tarde o más temprano, Vivian vendrá a tomar un vino. Entonces ya tengo que comprar dos, porque si no viene habré de beber vino igualmente.