17.5.05

Mi mascota

Dos veces lo dije, setenta y tres veces no lo cumplí. Solo sucede los lunes a la noche. Un día distinto, después de tantos días iguales en los que había letras y almohadas, palabras y almohadones, donde rebotaban los números. Y me interrumpen, pero no importa, porque me hablan y no escucho asiento, sé, sé. Escucho a Marley y un ascensor mal cerrado sonando en la lejanía. Estomba se lava los dientes y lo escucho a él, también, al pichón de rinoceronte. Porque vivo en un pequeño departamento de 30 metros cuadrados, muy inteligentemente aprovechados es cierto, pero son unos pocos metros así y todo. Primero tuve un canario, pero se murió. Yo lo dejaba en libertad, para que pueda tomar la comida que quiera. Debía estar en su instinto después de todo, pero cagaba por toda la casa y no comía nada, hasta que un día se metió en una olla en la que estaba cocinando una polenta y se vino a la mesa estofado, no estaba tan mal. Pero ya no tenía su canto. Luego, me compré una planta, pero como ésta no cantaba, la dejé en una canasta, acompañada de una carta frente a la puerta de una vecina. Y ya no tenía planta ni pajarito, eran dos ausencias, dos vacíos para llenar. Me compré entonces un gato, pero el muy hijo puta no aprendió nunca cuales eran las piedras sanitarias en las que tenía que mear y se andaba por ahí, sin problemas, llenando todo el departamento con sus orines y sus putos pelos. Además no cantaba, entonces lo tuve que abandonar en el jardín botánico. Vaya, vaya, hágase de amiguitos, mijo, le dije y me fui, contento por mi buena acción. No todos los días se socializa un gato. Fueron tres los espacios vacíos y compré un perro. Le puse por nombre Cuál, cariñosamente lo llamaba “cualy”. Era muy divertido, los niños del edificio salían a saludarlo. Ya lo conocían. Como cuando lo compré yo estaba con gripe, no podía sacarlo a la calle, porque podía sufrir una recaída, entonces paseábamos por los pasillos del edificio. Del piso catorce al doce, del doce al diez y de nuevo al catorce. Si Cualy hubiese sido silencioso, los vecinos casi no se hubiesen enterado, pero el silencio no era una cualidad de Cualy. Ladraba y gruñía. Los niños me decían cómo se llama ese perro y yo les respondía Cuál y un niño decía, señalándolo, ese y yo respondía Cuál, el niño Ese, yo Cuál y así seguíamos, hasta que algún vecino salía a reclamarme por los charcos sospechosos y los excrementos caninos que encontraban en los pasillos. Eso es porque ellos, en su mezquindad, no entienden el diálogo de los niños. En fin, Cuál me traía más penas que alegrías, ni siquiera aprendió a traerme las pantuflas. Y eso que se las dejaba cerca de la cama. Pero no había caso, cuando yo me despertaba, él ya había dado cuenta de ellas y las había destripado en el pasillo, buscando la sangre que su instinto le decía debía estar bajo esas pieles peludas. Pero no encontraba nada y cuando yo me despertaba, andaba como alma en pena, con el instinto contrariado y no prestaba mayor atención a mis retos, mis enojos, mis gritos y finalmente mi llanto desconsolado al ver que también había destrozados mis pantuflas del pato lucas. Ahora, justo ahora, que estoy a un paso de caer de lleno dentro de un crudo invierno en una casa sin estufa, me vengo a quedar así con los pies desnudos, desnudos como un exhibicionista en un subterráneo. Eso me dio una idea, salí con cualy y lo abandoné en una escalera mecánica del subterráneo, desde arriba lo vi bajar, alejarse hacia las profundidades, luchando contra lo inevitable, tratando de subir cuando bajaba, luchando con los altos escalones que eran enormes barreras para su pequeño cuerpo que vi rodar allí en las profundidas, girando en el piso entre colillas de cigarrillos y tarjetas de subte. Nunca más volví a saber de él y eso es un alivio. Había comprado de oferta en jumbo un paquete de 25 kilos de alimento para perro, que estaba barato, me quedan 23 kilos y cuatro ausencias. Cuatro vacíos para llenar. Tenía que ser un bicho grande, pensé en comprar una jirafa, pero al acordarme de los ventiladores de techo del departamento descarté esa opción. Averigüé por un tigre de bengala, pero salía carísimo y con este quilombo de cromañon hay que decirle no a la pirotecnia, aunque sea solo pirotecnia felina. Mamut tenía, pero embalsamado y así no canta. El tipo que lo tenía era un león vendiendo y me decía que le podía meter un grabador adentro y cuando yo quería.... pero yo ya no lo escuchaba. Estaba perdido, mirando hacia la puerta del fondo del local, por donde se había asomado el cachorro más bonito y tierno que vi en mi vida. De piernas firmes, mirada sensible, cuerpo compacto y un pequeño cuerno en su frente. Una cachorrito de rinoceronte, el sueño de toda mi vida, me dije. No era cierto, claro, pero me convenzo fácil. Cuánto, cuánto, le dije al vendedor. El hombre ensombreció su rostro y me dijo que ese cachorro era la única creía que había tenido la rinoceronta de sus hijos antes de morir. Parece ser que para los hijos del vendedor, ese cachorro de rinoceronte era como un hermano. Se puso dura la negociación, pero se lo saqué por 300 pesos y siete cuotas de 25 pesos. En dos días terminó el alimento de cualy, come que da gusto. Con el tiempo le tomé cariño y aprendí a soportar sus pequeños defectos. Su insoportable tendencia al crecimiento y después está el tema de su canto. Porque canta. Si cantara en un coro sería un bajo profundo y si cantara en un coro, nadie escucharía a los demás coreutas, porque tiene una fuerza en sus pulmones que reíte de pavarotti y palavecino juntos. Yo aprendí a tolerarlo tal cuál es, pero los vecinos se quejan del canto de Eustaquio, le puse Eustaquio, porque me pareció un buen nombre para un rinoceronte. El canto que tiene es como el canto de un rinoceronte macho adulto, pero para quienes nunca escucharon cantar a un rinoceronte macho adulto puedo decirles que hagan la prueba de imaginar un colectivo, un colectivo grandote, puesto en marcha, en punto muerto y acelerado a fondo. Bueno, es algo así, aunque el rinoceronte hace un poco más de ruido. Y otra característica del rinoceronte, que lo diferencia del gallo, es que no canta a la mañana, cuando amanece. Sino que canta, cuando se le canta el culo. A las cuatro de la mañana, viene y se pone al lado mío y canta. Yo salto en la cama y Eustaquio, con mirada risueña, me señala con su cuernito la palangana en la que le sirvo la comida. Me está diciendo que está vacía, pero los vecinos no lo entienden y gritan cosas que me da vergüenza escuchar a mí, espero que, como yo creo, Eustaquio no los entienda, porque sino se sentiría muy herido y dolido y se la pasaría gimiendo todo el día y eso sí sería un problema. El gemido de un rinoceronte es como su llanto, aunque más agudo y algo más fuerte.
Otro día les contaré el negocio que estoy haciendo con la mierda de Eustaquio.